martes, 4 de agosto de 2009

Justicia

Por: Santiago Silva




En Marzo de 2005 (del día no me acuerdo) pasada la medianoche, frente al Mall Llanogrande, una Toyota Burbuja se estrelló contra el costado del carro donde dos amigos y yo viajábamos, el golpe la obligó a hacer un giro y se metió en reversa en la sala de una casa. Nuestro carro, por otro lado, obligado a salirse del carril, golpeó de frente a otro que venía al lado contrario de la carretera. En la mayoría de los choques las personas frenan, es característico el “frenón” que precede al golpe, muestra de alguna maniobra de evasión, de algún residuo de capacidad de reacción en los conductores. En este no, sólo golpes secos. Revivir lo que es estar en un choque es ver el episodio en cámara lenta y sin sonido: un golpe al costado, el cuerpo que se balancea imposiblemente hacia el lado contrario, el parabrisas astillado, los vidrios cayendo en la cara para producir luego un escozor insoportable y el acido de batería que vuela amenazando con quemar lo que toque. Todo en mute. Aun así, gracias a una afortunada combinación de circunstancias (que también podría llamarse porque “mi Dios es muy grande”) no hubo muertos, pero si heridos: uno con amnesia temporal, uno con un corte en la frente, una cuya nueva nariz perdió el poco cartílago que aun tenía, y yo, que gané un recordatorio de este episodio en mi brazo. Luego de una semana la mayoría de heridas habían sanado, pero los procedimientos legales sólo empezaban. Pues todos los involucrados en el accidente habíamos comprobado que el culpable iba borracho.

El viernes 31 de Julio, el editorial de El tiempo resaltaba la decisión del Tribunal de Bogotá de condenar a 18 años de prisión a Rodolfo Sánchez, que borracho había ocasionado un accidente en el que murieron dos personas. El editorial resaltaba la aplicación de condenas ejemplares y el endurecimiento de los castigos para los conductores embriagados, responsables en todo caso del 30 al 50 por ciento de los accidentes con muertos en el país. La Ley 1.326 sancionada este año por el presidente, ha sido fundamental para que ahora la culpa de los accidentes no sea del alcohol ingerido por la persona, sino por la persona que luego de ingerirlo conduce su carro. La borrachera ya no atenúa, sino que acentúa la pena.

El episodio de mi accidente no me marcó más de lo necesario, pues afortunadamente las consecuencias no fueron fatales para nadie. Sin embargo, lo que siguió al accidente, el proceso legal, si me daría algunas lecciones sobre la realidad de la impartición de justicia en Colombia. Fue la primera vez que estuve en una fiscalía e interactué activamente con abogados, fiscales y funcionarios públicos. Comprobé por ejemplo que cuando hay posibilidades de hacer una demanda que acarrearía compensaciones en plata, algunos abogados (insisto, sólo algunos) aparecen como por arte de magia ofreciendo sus servicios, y hacen valoraciones exageradas y aconsejan que uno cojeé (incluso si la herida es en el brazo), que ponga cara de tragedia y hable de las secuelas emocionales que le dejó el episodio cuando se hacen los exámenes de Medicina Legal. También aprendí que incluso quienes trabajan en las entidades judiciales saben lo incompetentes y corruptas que son y comentan, con la resignación propia del cinismo más puro, que las cosas son así, que el sistema no se pude cambiar, que lo mejor es no hacerse ilusiones de justicia. Y constaté la presencia en algunos procedimientos de personajes (los llamaré “duendes”) que hacen desaparecer pruebas, o aparecer algunas, o las cambian. Como cuando las pruebas de alcoholemia, y las fallas de procedimiento, absuelven a un infractor.

Importante que se tomen decisiones ejemplares, que las normas se endurezcan y los jueces las apliquen, pero ¿de qué sirve todo esto si somos incapaces de vencer la cínica corrupción e incompetencia y sobre todo, a los “duendes” que pululan en la justicia del país?